4 jul. 2007

EL REGALO





Eran las cinco de la tarde y el cielo de Wimbledon estaba nublado. Los brazos negros y sólidos de Indira raqueteaban la pelota con firmeza, como si cada vez fuese a dar la estocada final. Sus dos piernas, duras como rocas, sostenían el cuerpo ágil de la atleta americana, quien, a pesar de la edad, pisaba el último período de su exitosa carrera como tenista.

Indira jugaba el primer tiempo de un importante partido en la ciudad londinense. Su competidora, una rusa blanca y mucho menos fuerte que ella, hacía todos los esfuerzos posibles para combatirla pero, como todos los competidores de Indira, la rusa encontraba demasiados obstáculos para ganarle a la americana.

Indira se sentía segura de sí misma, confiada de su juego, de su estrategia y de todo el entrenamiento que durante años había recibido de su padre. Aquel hombre, robusto y negro como Indira, había criado a sus dos hijas y las había preparado para el tenis desde muy pequeñas. Los ojos del padre robusto miraban cada movimiento que Indira hacía en sus jugadas y aunque ella lo sabía, aunque estaba consciente de que estaba siendo juzgada por la mirada severa pero justa de su padre, aun así le acompañaba la seguridad y la confianza en sí misma.

Entonces, los dioses del olimpo, que con frecuencia ven los partidos de tenis y que sabían de la seguridad de Indira, decidieron, después de una breve discusió celestial, enviarle una prueba a la joven atleta.

En la tierra, Indira dio un extraño paso en una de sus jugadas y sintió como la pantorrilla de su pierna izquierda se le convirtió en un mármol implacable que enseguida la carcomió del dolor. Con su mano derecha tomo su raqueta y la golpeo contra su pierna estática como en un intento de ablandarla. Se dio golpes una y otra vez pero fue imposible aflojarla. Intentó hacer un saque pero la pierna no le respondió y enseguida se vino con todo su cuerpo contra el cesped de la cancha londinense. Al momento, vinieron algunos medicos personales a evaluar el estado de Inidira quien intentaba cubrir la expresión de dolor con una de sus manos.

_ Olvídalo Indira! Lo mejor es que te retires! en estas condiciones no vas a poder continuar con el partido!_ Intervino uno de los médicos especializados.

_ Vamos nena! Vamos a casa!_ insistió el padre y entrenador de Indira.

Movio la cabeza diciendo que no, negándose a semejantes propuestas, luchando contra las dos lágrimas que corrían por sus mejillas, tratando de arrancárselas para no perecer.

Se levantó apartando a todos de su lado. Tomó la raqueta y al hacer el primer saque la pierna se le endureció aun más y volvió a caer adolorida sobre el cesped. Antes que el mismo equipo fuera a rescatarla, rápida, se levantó e hizo señas para que supieran que estaba bien y que no los necesitaba. Indira comenzó a jugar a pesar del dolor. Cada movimiento era una lágrima y cada paso provocaban los gritos de la jugadora. Sudaba. Estaba empapada y sus ojos aguantaban de no perderse en el dolor y concentrarse en lo que hacía.
El juego quedaba como en cámara lenta para sus ojos. Indira apoyaba su pierna acalambrada, tomando con sus dos manos la raqueta y dándole con todas las fuerzas y con toda la precisión posible a la pelota. Esta cruzó la malla y cayó casi al borde del otro lado de la cancha dejando a la rusa sin posible alcance. Indira lanzó un grito. Esta vez era un grito diferente, era un grito milenario, anscestral, de lucha, de logro, de sobrepaso de límites; era un grito animal, negro, con los dientes, con las lágrimas. El padre se levantó de las gradas, abandonó las gafas y la acompañó a ella con su maullo épico de triunfo.
Indira seguía sudando y aunque aun quedaba tiempo de juego, las fuerzas se agotaban y la tensión de la pierna se volvía insoportable. La joven robusta sintió que sola no iba a poder más. Entonces, con las manos juntas, levantó su cabeza hacia el cielo y, con los ojos cerrados, balbuceó algunas palabras. Nadie entendía lo que Indira hacía. Ella misma no sabía lo que hacía. El padre se volvió a levantar de las gradas , señaló el cielo con su dedo índice y grito en grito de eco:

_ Indira!!!

Indira abrió los ojos y vio las nubes con la lluvia amenazante. A los pocos segundos, el acontecimiento era inminente: las gotas cayeron sobre la cancha de Wimbledon la cual recubrieron con un plástico inmenso hasta que pasara la fugaz e inesperada tormenta. El partido quedó detenido y gracias al descanso obtenido por el clima, Indira pudo reposar la pierna y recuperarse casi del todo. En un lapso no mayor de quince minutos la lluvia se detuvo (como para que no se pensara que aquella lluvia había sido cosa de la suerte) y el juego continuó. Indira seguía lesionada pero con menos obstáculos que antes. Seguía con su espíritu implacable de triunfo pero en sus ojos, se reflejaba un ligero cambio. Aquella seguridad que siempre la acompañaba se había redimensionado de una forma inaudita; no sólo era que estaba segura de que podría lograr cuanto se propusiera, sino que al mismo tiempo se daba cuenta de su propia vulnerabilidad como ser humano. La posibilidad de ser derrotada le había acercado a la maravillosa visión de superarse realmente a sí misma, de aprender cada día de algo que ella suponía tenía aprendido. Esa tarde, Indira sobrepasó los límites y jugó con los dioses del Olimpo quienes al ver su invaluable esfuerzo, le regalaron el milagro de un pedazo de conciencia.


(inspirado en un juego de Serena Williams)
_Fotografía cortesía de internet_